La
Santa Misa comienza con el acto penitencial: «Reconozcamos
nuestros pecados...». Sigue una breve pausa de silencio. Para
reconocer de verdad sus pecados, sería útil tanto para los
sacerdotes como para los creyentes utilizar, al menos a veces, el
siguiente examen:
«Para no engañarnos a nosotros mismos, démonos cuenta de que
hay una fuente del mal en cada uno de nosotros. Reconozcamos ahora
cómo se manifiesta. En primer lugar: soy egoísta; impongo mi
propia voluntad y no la de Dios. En segundo lugar: soy hedonista;
busco el placer, incluso placer pecaminoso. En tercer lugar: soy
demasiado crítico; condeno a los demás, pero me niego a ver o
admitir mi culpa».
(Pausa de silencio)
S
(Sacerdote): Señor,
ten piedad.
T (Todos): Señor,
ten piedad.
S:
Cristo,
ten piedad.
T: Cristo,
ten piedad.
S:
Señor,
ten piedad.
T: Señor,
ten piedad.
Este
breve impulso de arrepentimiento nos lleva a darnos cuenta
nuevamente de la realidad de nuestra pecaminosidad y de nuestros
pecados concretos. ¿Por qué pecamos? Debido a la raíz del mal,
el pecado original, dentro de nosotros. Guerras, torturas,
sadismo, tiranía, asesinatos, todo el mal que ha estado presente
en la humanidad proviene de esta común raíz envenenada. Esta
raíz engendra todos los pecados y finalmente causa la condenación
eterna.
Tenemos
que reconocer el mal dentro de nosotros, así como nuestros
pecados particulares, y solo entonces podremos ver realmente
nuestra condición y el hecho de que no podemos ayudarnos a
nosotros mismos. Aquí finalmente nos damos cuenta de que nuestra
salvación está en el perdón de los pecados. Esto está
condicionado por el arrepentimiento. El día de la Resurrección,
Jesús dijo a los apóstoles:
«Se predicará el arrepentimiento para el perdón de los
pecados». El
perdón de los pecados está relacionado con el misterio de la
encarnación del Hijo de Dios y con Su muerte redentora en la
cruz. Por su cruz, Jesús nos salvó del camino de la
autodestrucción —del camino del pecado— que conduce al
infierno.
El
arrepentimiento consiste no solo en reconocer mi pecado, sino
también en entregar mis pecados al Hijo de Dios crucificado y
recibir el perdón por la fe. Pecamos cada día. Si nos
arrepentimos de verdad, reconociendo incluso nuestros pequeños
pecados tan pronto como empiecen a brotar y exponiéndolos
enseguida a la luz de Dios, entonces es cierto: «Si
andamos en la luz, la sangre de Jesucristo nos limpia de todo
pecado»
(1 Jn 1, 7). Cuando nos afligen incluso las caídas menores e
inmediatamente sentimos la necesidad de arrepentirnos, nos
apartamos del pecado y recibimos luz y fuerza para evitar los
pecados graves. Si descuidamos hacerlo, nos volvemos más y más
ciegos para nosotros mismos y entonces es cierto que el orgullo
precede a la caída.
La
verdadera autocrítica nos enseña a caminar en la verdad, a tener
una verdadera relación con nosotros mismos, con Dios y con
nuestro prójimo, y forma nuestra conciencia.
Ahora
analicemos las raíces de nuestros pecados. En los primeros
capítulos de la Epístola a los Romanos, el apóstol Pablo
distingue entre el
pecado
en singular —para el que también utiliza el sinónimo
«viejo hombre»—
y los pecados en plural como frutos del viejo hombre (cf. Rm
1‒8).
La
descripción bíblica del principio del mundo, el hombre y el
pecado —la caída— no se presenta a la manera de la
historiografía moderna, sino que habla a través de imágenes.
Sin embargo, los elementos principales del evento son claros y el
hecho dogmático es obvio. El hombre le debe a su hermano lo más
vital si no le predica a Cristo, quien nos trajo sobre todo el
perdón de los pecados y la liberación de su esclavitud, y, por
tanto, la verdadera felicidad en la tierra y la vida eterna en el
cielo.
Realizando una observación realista y objetiva del
hombre y la historia, podemos ver la evidencia del pecado original
diariamente. Encontramos claras manifestaciones de alienación,
causadas por el pecado, que al mismo tiempo dañan las relaciones
mutuas: del hombre con Dios, con otras personas y consigo mismo.
¿Cómo
pasa el pecado original al hombre? Por medio de la procreación,
que está ligada a la sexualidad, que tiene su significado y orden
en el matrimonio. La sexualidad está relacionada no solo con la
procreación, sino que también sirve para fortalecer la fidelidad
de por vida y, por lo tanto, una relación conyugal armoniosa.
Separación
de la sexualidad de la procreación
En
la actualidad, hay una grave crisis de moral, estrechamente ligada
a la apostasía de los dogmas católicos.
En
la decadencia moral del mundo actual, se ha roto la vinculación
indisoluble entre la sexualidad y el matrimonio. Habiendo sido
separada del matrimonio, la sexualidad perdió su punto de partida
y se convirtió en un poder maligno omnipresente. Después de su
separación del matrimonio, la sexualidad también se separó de
la procreación. Lógicamente, esto conllevó una mentira absurda,
tan enérgicamente propagada hoy en día, a saber, que toda
abominación y pecado relacionados con la sexualidad son «dignos»
del hombre e iguales a la vida conyugal. Esto conduce a la
abolición de la institución del matrimonio y la familia, célula
básica de la sociedad.
Quien
ha dejado de lado los principios morales busca entonces la
satisfacción de la lujuria en el adulterio, y muchos también en
la pedofilia, zoofilia, necrofilia y sodomía pecaminosas y
criminales. La ideología de género legaliza las perversiones, de
las que es vergonzoso aun hablar y que a menudo van de la mano con
trastornos mentales, posesiones demoníacas y enfermedades, como
muestra el Evangelio (sordera, mudez, ceguera, parálisis...).
Tales personas se convierten en medios de demonios inmundos. Jesús
no toleraba a esos demonios, sino que los expulsaba. La fuente del
mal en nosotros tiene por objetivo nuestra autodestrucción. El
medio para lograrla es también la inoculación masiva con la
vacuna de ARN mensajero, que ya pertenece al proceso de
implantación de microchips y está relacionada con la reducción
de la humanidad, es decir, el genocidio masivo programado. Todos
estos crímenes están codificados en la fuente del mal que
llamamos pecado original. Todos lo llevamos dentro y debemos
apartarnos de él, no someternos a él ni ser esclavizados por
él.
La
sexualidad pervertida no es algo neutral; afecta esencialmente a
la psique humana. Quien se vuelve esclavo de este instinto
contrario a la naturaleza está dispuesto a cometer otros delitos,
como asesinatos, violencia, cinismo, sadomasoquismo, hasta la
rebelión contra Dios y el satanismo... El pecado original es la
raíz del mal y del crimen en nosotros. Detrás está el poder
espiritual del mal que pasó a través del diablo —la serpiente
infernal— a nuestros primeros padres. Este poder del pecado y de
la mentira actúa secretamente en nosotros y debemos oponernos a
él, porque de lo contrario destruiremos nuestra vida tanto
temporal como eterna.
En
la exhortación Amoris
Laetitia,
se establece como norma el enfoque subjetivo en lugar de la verdad
objetiva y los mandamientos de Dios. Así decae la moral, porque
detrás del enfoque subjetivo está la raíz del pecado original,
cuyo objetivo es cumplir con el programa del diablo: la
condenación eterna. Según Ga 1, 8-9, cada uno de los promotores
de este nuevo antievangelio es excomulgado de la Iglesia.
Se
está legalizando la homosexualidad, y los teólogos herejes
—falsos profetas— no solo la aceptan, sino que también
promueven. La gente ha cambiado su forma de pensar hasta tal punto
que la perversión se ha convertido poco a poco en un derecho
inalienable, un aspecto del llamado «hombre liberado». ¡Qué
fraude criminal! ¡Ya no hay espacio para la verdad, el
arrepentimiento o la salvación! Es el camino de un ciego a la
perdición.
Sin
embargo, hay otras razones para este desarraigo del ser humano de
las profundidades de su naturaleza. Si la fecundidad se separa del
matrimonio, basado en la fidelidad para toda la vida, pasa de la
bendición a su opuesto, es decir, se convierte en una maldición
para los individuos y la sociedad. El camino a la perdición se
denomina de manera positiva como «el derecho del hombre a la
felicidad». Así sucede que el aborto, de hecho el crimen del
asesinato de un niño no nacido por parte de su madre, pasa a ser
un «derecho» y otra forma de «liberación». Estos falsos
paradigmas han sido promovidos por etapas e impuestos anormalmente
durante el último medio siglo por el espíritu de la mentira y la
muerte.
En
la Iglesia, las herejías han socavado los dogmas vitales que son
la base para mantener la verdadera moral. El hombre necesita
motivación y el poder de la fe para luchar contra la fuente del
mal en nosotros, es decir, el pecado. Cuando los pilares de la
verdad y la luz han caído, la moral también carece de
fundamento. Si se niega el pecado, el Salvador y el cristianismo
resultan insignificantes e inútiles. Este suicidio espiritual y
la traición a Cristo es fruto de la adoración al ídolo del ego,
cuyo padre (autor) es el diablo (Jn 8,44).
La
sociedad está siendo satanizada. Somos testigos de anarquía,
declive de las leyes justas, se adoptan antileyes, se han
extendido la filosofía decadente, negación de la diferencia
entre el bien y el mal, adicción a las drogas, moral relajada,
sexualidad desenfrenada vinculada con el crimen y la iniquidad, el
aborto, eutanasia, abuso de la ciencia, la tecnología y medicina
para la autodestrucción, vacunas experimentales... Todo esto
engendra sufrimiento, epidemias y falsas pandemias, guerras y
castigos de Dios. Si el pecado original explota de orgullo
impenitente y sexualidad desenfrenada, la persona ya no está
dispuesta a humillarse y aceptar la verdad. Permanece en el
autoengaño, en la mentira, rechaza a Dios y sigue el camino de su
propia destrucción. Y este es el programa del pecado original en
nosotros: la autodestrucción temporal y eterna.
El
núcleo de la tentación del hombre, el núcleo de su caída, se
expresa en la Biblia con las palabras: «Seréis
como Dios» (Gn
3, 5). Esto significa libres de la ley del Creador, libres de las
leyes mismas de la naturaleza, dueños absolutos del destino
propio. ¡Pero lo que le espera a un egoísta tan impenitente al
final de este camino es el infierno después de la muerte! El
único camino de salvación es Jesucristo, el Hijo de Dios y
Salvador; sólo en Él tenemos el perdón de los pecados por medio
del arrepentimiento.
+Elías
Patriarca
del Patriarcado católico bizantino
+Metodio OSBMr
+Timoteo
OSBMr
obispos secretarios
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